Lucio Elio Sejano fue un político y militar romano que tuvo un gran protagonismo y que disfrutó de un gran poder durante el reinado del segundo emperador de Roma: Tiberio.
Perteneciente al orden ecuestre, este caballero ascendió de forma rápida, tenaz e inmisericorde, ganándose la confianza del emperador, del que era su confidente. Su ascendencia era tal que, incluso, sus manejos y consejos eran preferentes por delante del mismo círculo familiar del emperador.
Cuando Tiberio se marchó a Capri para, según las malas lenguas y los envidiosos, dedicarse al fornicio constante y al vicio sin mesura, Sejano se convirtió de facto en el verdadero gobernante del imperio.
Como debió de pensar que la tierra era para quien la trabajaba y la mejor manta para la burra que se comía todos los marrones, se dedicó a limpiar el tajo de enemigos para dejar expedito el camino hacia la trilogía perfecta para todo romano civilizado: riqueza, posición y poder.
«¡Qué le den al viejo chocho y decrépito Tiberio allá donde esté!». Debió de pensar el muy ingenuo.

Y cuando el Big Boss se dio cuenta de que le había crecido demasiado el enano, se acabó: «Sejano, eres el mejor. Me gusta mucho como labras la tierra y trillas la era, pero no vuelvas más. Y no te confundas chaval: este solar es solo mío. Ves pasando por caja a por el finiquito»
Lo cual, trasladado a la diplomacia de entonces, significó una fulminante pérdida de peso en forma de tronco sin cabeza y una masacre familiar sin contemplaciones del finado.
Como siempre, todo ello muy civilizado y muy romano.
En la serie televisiva «Yo, Claudio», emitida a finales de los años setenta, se da buena cuenta de lo sucedido y del mal rollo en general entre este personal tan aficionado a las intrigas, a sacar lustre a las dagas y a comprar el veneno por palés. Todavía recuerdo la intro con el áspid – símbolo de la maldad – amenazante arrastrándose a la caza de su siguiente víctima, con más trabajo que el fontanero del Titanic.
Gente esta con menos escrúpulos que el prefecto de policía Renault de la película Casablanca en el momento de cerrar el café de Rick: «qué escándalo, qué escándalo: he descubierto que aquí se juega», cuando acto seguido el jefe de sala le hace entrega de sus propias ganancias.
Tiberios que se han aprovechado de los Sejanos de turno siempre ha habido, pero también como bastantes de estos han cruzado algunas líneas rojas demasiado deprisa, de forma taimada, buscona y malvada.
Cuando el precio a pagar y la comodidad no compensa, se rompe la baraja y el chef, por mucho que practique la cocina de autor, se va a la puta calle. O se cortan cabezas como antaño, pero ahora, el matar gente, está mal visto. Validos, primeros ministros, secretarios, amantes… gente prescindible de usar y de tirar cuando la cosa pinta bastos o el susodicho se ha pasado varios pueblos. Porque para la cúpula, a la postre, siempre es mejor tener honra sin barcos.
EL PEÓN QUE QUERÍA SER REY
Y no hay que ir demasiado lejos, porque cerca de ti, casos haberlos haylos.
Sujetos que se han crecido en el trabajo, especialmente pagados de sí mismos y que, como el ingenuo Sejano, se consideran imprescindibles. Pequeños ascensos que crean falsos espejismos y que trasforman al personal de cocinero a fraile. Personas que tratan de forma condescendiente a los compañeros y subordinados, manipulándolos de forma paternalista. Gente que crea su propio reino de taifa con sus acólitos dentro de la organización, amedrentando al resto, porque piensa que tiene patente de corso.
Personas taimadas, ladinas y traicioneras, especialmente calculadoras buscando el mejor momento para asestar el golpe más certero a sus supuestos rivales, reales o imaginarios, pero que idiotamente terminan por morder a la mano que les da de comer. Porque van de sobrados y de prepotentes, como aquellos directivos y políticos bancarios de la crisis del 2008 que jugaban al Monopoly.
Individuos que al final terminan por estar enfrentados con todo el mundo: con sus compañeros de trabajo, con su comunidad de vecinos, con sus cada vez menos amigos y con su propia familia. Gente infeliz y que irradia infelicidad. Bombas tóxicas y pestilentes en fin.
Pero ¿qué mueve realmente a estas personas para terminar siendo así?

En la aclamada serie «Breaking Bad», el protagonista Walter White, pusilánime y sin personalidad alguna termina siendo un criminal porque es incapaz de escapar de su propia trasformación que lo engulle y lo atrapa. Al final prefiere ser Heisenberg, un personaje de su ficción, temido y respetado, que un don nadie empequeñecido y aburrido. Esta era su gasolina.
El combustible que empuja a este tipo de personas y que pone el mayor octanaje no es otro que la envidia, se vista la cuestión como se vista.
Por la envidia emplea malas artes e investiga trapos sucios. Gracias a ella maldice y malmete, dice sin decir y afirmar sin afirmar. El objetivo no es otro que emponzoñar y enrarecer el ambiente en contra de alguien metiendo cizaña y creando dudas crecientes en la mente de los demás. Logra trasformar la mentira en sospecha y esta en prueba de cargo de un juicio amañado.
El envidioso quiere alcanzar su meta supliendo su falta de talento y de trabajo siendo corrosivo y tóxico. Sin embargo, y de tanto ir el cántaro a la fuente, tal como le acaeció al Sr. Walter White, se trasforma y no puede evitar terminar siendo un producto y víctima de sus propios actos.

Opina, pero no deja opinar; juzga la labor de los demás, pero impiden que estos consideren la suya; desconfía de todos mientras exige la mayor confianza; cree poseer la piedra filosofal y que el resto siempre anda errado; y termina por ver fantasmas donde no los hay, con una paranoia creciente que, incluso, acaba por crearle problemas de ansiedad sobrevenida y de problemas de salud. Y por supuesto, es inefable: nunca se equivoca. Pero en realidad es tozudo, soberbio, arrogante y muy necio.
Y de tanto escupir hacia arriba una y otra vez, al final, su propia deyección termina por caerle en su misma cara. ¡Qué asco! ¡Qué cruz!
«Torres más altas han caído», dice un conocido dicho popular con referencia a lo que se consideraba perpetuo e intocable, sea persona o entidad de referencia, y que termina por darse un buen trastazo.
Así, y cuando no se es más que un modesto mojón en el fondo del camino que se cree castillo en lo alto, el final es mucho más rápido, triste y anodino de lo esperado. Sin más recuerdo que el mal paso, el daño hecho y el absurdo tiempo perdido.
Porque al final, a cada cerdo, quiera o no, le llega su San Martín.
¡Descanse en paz! Amén.
