Cuando los agoreros, a tiro pasado, se convierten en falsos profetas.
Se habló mucho de la rivalidad entre ambos líderes de ver quien era capaz de llevar el mayor número de clientes y en menos tiempo a la cumbre, como forma de promocionar sus propias empresas y egos. Pero lo cierto es que acordaron colaborar durante una reunión previa, lo cual era bueno y acertado, si bien cada cual defendía sus propios intereses. Por lo tanto, fueron otras las causas relevantes que provocaron la catástrofe.

La falta de preparación de gran parte de los clientes fue un gran y grave problema, provocando una lentitud y una pérdida de energía para todos los expedicionarios, que fueron letales en el momento del descenso. Se intentó compensar esa falta de experiencia con guías y sherpas adicionales, pero cuando se está allá arriba, todo depende de uno mismo.
En la denominada zona de la muerte, en el C4 a 8.000 metros de la cumbre, el género humano se empecina en machacar su propia biología.
Allí, a esa altura, no puede existir forma de vida alguna. El oxígeno es tan tenue que la degradación del cuerpo es irreversible sí se está demasiado tiempo allí. Antes de llegar a esta línea roja, nuestros órganos sufren y se van aclimatando al cambio de altitud, pero a partir de los 8.000 metros, se rinden y dicen “basta”. Se pierde todo vigor y el sentido de la orientación desaparece junto con la aparición de una euforia con la conciencia de un niño de 6 años. Nada recomendable en esas condiciones. La hipoxia o falta de oxígeno y sus consecuencias (edemas) son y eran bien conocidas entonces, pero nadie quería quedarse atrás.
A partir de esa altitud, la cruda realidad es cada uno debe de valerse por sí mismo y el hecho de ayudar a un compañero puede acarrear la propia muerte.
No hay más que observar los cadáveres que permanecen allí como testigos tras décadas de abandono y que nos son factibles recuperar.
Y el problema no es llegar, sino cuando se llega y cuando se desciende. Todos sabían que la hora límite para alcanzar la cumbre principal eran preferiblemente las 13:00 horas (con tope a las 14:00) y que sí llegado ese tiempo la misma no había sido hollada, había que darse tristemente la vuelta tras un agotador esfuerzo de más de 10 horas de escalada, donde la falta de oxígeno y el mal de altura hacen que cualquier movimiento se ralentice y se convierta en un suplicio agotador.
Con temperaturas extremas por debajo de lo -40 grados centígrados, las noches al raso y sin referencias visuales claras son una trampa mortal.

Lo cierto es que muchos llegaron demasiado tarde, incluso con varias horas de retraso, por lo que los graves problemas estaban garantizados. La falta general de tablas de los clientes, la larga marcha ralentizada, algunos problemas de salud, el gran tráfico existente ese día 10 de mayo de 1996 – especialmente en el llamado “escalón de Hillary” -, la falta de cuerdas/guías en puntos clave y una repentina y violenta tempestad prevista para el día siguiente, sellaron el destino de muchos sin remisión, incluidos el de los dos líderes de ambas expediciones.
Dos formas enfrentadas y antagónicas de entender la escalada.
Pero también se puso de manifiesto como el egoísmo y el desprecio desempeñaron un papel crucial. Cuando algunos clientes fueron advertidos que tenían que regresar sin haber llegado a la cima porque se cerraba la ventana de seguridad, no lo hicieron y perseveraron en el intento a costa del sacrificio de otros. Y en el fondo, algunos guías experimentados, despreciaban la actitud de quienes pagaban su nómina, porque pensaban que el dinero allá arriba no tenía valor y que la montaña te tenía que merecer antes por lo que eras, no por lo que tenías.
Cuando lo arriesgas todo y no miras atrás ni valoras todo lo que puedes perder tanto tú como todos aquellos que te quieren y te necesitan.
Cuando la polémica está servida: pasando de villano a héroe.
En su libro «Mal de altura«, el expedicionario Jon Krakauer induce como el mejor himalayista del momento, el kazajo Anatoly Boukreev, cometió el error de ascender sin oxígeno, lo cual motivó que no estuviera más fresco para poder ayudar a los clientes en dificultades. Cuando se desató la tormenta que sorprendió a muchos en el descenso, perdiendo la visibilidad y la orientación, salió de su cobijo hasta que no pudo más y, a riesgo de su propia vida, rescató hasta a tres personas que estaban sentenciadas.
En su libro «Everest 1996. Crónica de un rescate imposible”, Boukreev se defendió con su versión de los hechos y Krakauer terminó por disculparse. Lo cierto es que ninguno de sus clientes murió aquel día. El kazajo perecería en 1997 intentando la ascensión del Annapurna.
«Las montañas no son estadios donde satisfago mi ambición de logros, son las catedrales donde practico mi religión. Yo voy a ellas como las personas van a la oración. Desde sus majestuosas cimas veo mi pasado, sueño el futuro y, con una inusual agudeza, experimento el momento presente… mi visión se aclara, mis fuerzas se renuevan. En las montañas yo celebro la creación. En cada viaje (a ellas) nazco de nuevo.» (Frase que figura en la lápida en recuerdo de Anatoly Boukreev, a los pies del Annapurna).
El Everest, siendo la cumbre más alta, no es ni la más peligrosa ni la más técnica y exigente de los catorce “ochomiles”, pero sí el trofeo más deseado.
También en 1996 tenemos el caso de Bruce Herrod, un conocido escalador, que no encontrándose nada bien, llegó a la cumbre empujado por la euforia que provoca la hipoxia a las 17:00. Y allí se hizo una foto sin saber que era ya un cadáver en vida.
Tras el grave fiasco de mayo de 1996, la gente ha seguido subiendo y muriendo por hacer cumbre en un absurdo que, poco a poco la codicia del hombre, se ha ido encargando de hacerle perder el glamur de antaño.
Cuando llega el dinero y la masificación, también desaparece el interés y la sensación de exclusividad.

En el circo del Everest todos sacan tajada, empezado por el gobierno nepalí, con el precio de las autorizaciones, y terminado por los mismos sherpas que, en plan corporativo, han llegado a hacer “suya la montaña” como medio de ganarse bien la vida, guiando a cualquier seudoalpinista a través de cuerdas fijas como si formara parte de un rebaño.
Y cuantos más mejor: mejor la cantidad que la calidad. De este modo, incluso los verdaderos profesionales que van por libre – y no pagan tanto – no son bien vistos.

La falta de caché que ha experimentado el ascenso, la masificación existente, la búsqueda de cualquier tipo de récord por absurdo que este parezca – ser el más joven en llegar a la cumbre o el más mayor, el primer discapacitado, el primer ciego… – la sensación de ser exclusivamente un puro negocio para turistas ricos, ha provocado en los últimos años una pérdida de interés por alcanzar el techo del mundo.
Incluso el gobierno nepalí ha rebajado de forma relevante el coste de los permisos. Es decir, hasta aquí ha llegado el “low-cost”. Y quizá sea demasiado tarde.
Hace unos meses asistí a una conferencia sobre alpinismo dada por el montañero vasco Alex Txikon. Mi gran interés era conocer en directo de que pasta está hecha esta gente y el porqué se juegan el tipo así.
Según explicó, ahora el objetivo es hacer cumbre en invierno, es decir, en condiciones más adversas aún y con menos horas de sol, lo cual ha conseguido hacer en el Nanga Parbat de 8.126 metros de altura en 2016. En estos momentos está preparando hacer lo propio en el Everest.
Realmente flipante.
Pero me quedo especialmente con sus últimas palabras: “allí arriba hay mucho talento pero poco grupo”.
Dicho de otro modo, cuando las cosas van mal, cada uno va a lo suyo sin importar el resto, tal como le ocurrió el británico David Sharp en el 2006 que, estando exhausto en el descenso, se detuvo y pasó la noche como pudo. Nadie le ayudo al día siguiente, a pesar de que pasaron por su lado más de 40 montañeros. ¿Por qué? Cualquiera que hubiera participado en el rescate se habría quedado sin subir al deseado Everest.
Todo realmente muy, pero que muy triste y lamentable: no cambiar un efímero momento de gloria personal, que no importa realmente a nadie, por intentar salvar una vida humana.
Así de penosa puede llegar a ser nuestro lado oscuro de la condición humana.
El Everest y la delgada línea roja.
