Cuando Jan Arnold, embarazada de su hija, habló vía satélite aquel fatídico 11 de mayo de 1996 por última vez con su marido, el también himalayista Rob Hall, era ya demasiado tarde. Con la suerte echada, entre palabras de ánimo y de arenga para intentar hacerle salir de aquel infierno blanco, la última conversación sonaba a una triste y definitiva despedida en directo: “Te quiero. Que duermas bien, mi amor. Y no te preocupes demasiado.”

La pasión por la escalada los había unido y ahora los separaba para siempre.
Los días 10 y 11 de mayo de 1996 fueron especialmente aciagos para el mundo de la escalada de alta montaña: tres expediciones comerciales, dos de ellas comandadas por Scott Fischer y el ya citado Rob Hall, ambos experimentados montañeros que habían alcanzado la cumbre del Everest en varias ocasiones y que eran muy apreciados en aquel momento, fueron diezmadas durante el descenso del techo del mundo.
El éxito del ser humano en el planeta es una curiosa aleación entre la voluntad y el deseo de superación y la pasión por el riesgo irracional.

Desde el primer ascenso registrado allá por el ya lejano 29 de mayo de 1953 por los conocidísimos Edmund Hillary y Tenzing Norgay, la “Madre del Universo” (tal como se conoce la montaña en el Tibet) siempre se ha cobrado su propio peaje, pero nunca con tanta codicia hasta entonces. Un total de 8 personas perecieron ese día y otras más lo harían más tarde debido a sus graves secuelas.
Lo acaecido allí en la primavera de 1996 fue la suma de un cúmulo de decisiones humanas erróneas más el siempre decisivo factor de la mala suerte, tal como comentó la alpinista española Araceli Segarra, primera mujer de nuestro país en alcanzar la cumbre precisamente unos días más tarde de la tragedia y que participó en el rescate.
La imagen del alpinista, ese tipo duro, soñador y altruista, que escalaba por el placer de hacerlo, había dejado de existir como tal.

El llamado Desastre del 96 tuvo una enorme repercusión debido a la gran controversia que suscitaron las llamadas expediciones comerciales, donde importaba más el bolsillo y los caprichos de unos tipos mimados que la experiencia y la preparación de los clientes. Cuando el objetivo principal es ganar mercado, prestigio y dinero, nos estamos situando en un lado oscuro y peligroso que nos puede hacer saltar por los aires.
El best-seller “Mal de altura”, del periodista, escritor y montañero estadounidense Jon Krakauer, que estuvo también allí, formando parte de uno de esos grupos guiados, también relató y atizó el debate, desde su punto de vista, sobre las circunstancias que llevaron a la hecatombe.
¿Pero realmente qué falló en aquella funesta ascensión y posterior descenso del 10 de mayo de 1996?
Cuando la arrogancia, la soberbia y el egoísmo forman un cóctel muy peligroso cuando se juega al límite.
Los peligros eran bien conocidos. Los riesgos estaban ahí, permanentes pero cambiantes a la vez. Las normas y los protocolos eran claros y estaban para respetarlos. Los líderes y los guías eran los responsables de la vida de sus clientes y de las suyas propias.
¿Por qué entonces arriesgar lo más valioso, la vida misma? ¿Por qué ansiar, anhelar y desear fervientemente llegar a la cima, con el peligro de perderlo todo? ¿Por alguna recompensa especial? ¿Por algún tipo de promesa individual?
Llanamente «porque (el Everest) está ahí.»
Todos conocían la dureza y que ocurría en la llamada “ZONA DE LA MUERTE” a partir de los 8.000 metros de altitud. Los cadáveres, como mojones que marcaban la ruta, estaban ahí también como un cruel aviso de advertencia. Incluso, otra expedición, la internacional IMAX con la que se cruzaron, les advirtió que no lo tenían claro y que lo intentarían otro día. Pero siguieron subiendo obstinadamente. Prácticamente toda la parte que ponía el hombre, falló.
¿Qué empuja al ser humano, racional y preciso, a tomar riesgos descabellados?
Hace unas fechas vi el film Everest que versa sobre la catástrofe, cuya proyección avivó mi eterna curiosidad por saber más acerca de lo que empuja al ser humano, que presume de ser inteligente y lógico, a convertirse en un ente sin sentido, en busca de su propia perdición en función de una serie de desafortunadas decisiones en cadena que, sumadas al rugido feroz de una naturaleza en contra en un momento de lo más inoportuno, forman un cóctel idóneo para la tormenta perfecta.

Y como suele ocurrir en casi todas las desgracias, el lado oscuro del ser humano siempre puntúa a favor de las mismas. Cuando la pasión y el afán sano de superación dan paso al mercantilismo y a la cuenta de resultados, los problemas están garantizados. Todo es siempre cuestión de tiempo.
Mi curiosidad es saber el porqué el hombre se empeña y se enroca en alcanzar objetivos y metas para los cuales no ha sido diseñado y cuya necesidad lógica es cero. Parece claro que la aventura y el riesgo forma parte de nuestro ADN. Y también está demostrado que, sin ese carácter emprendedor y hasta cierto punto arrogante, la humanidad no habría llegado hasta donde nos encontramos ni a existir en este planeta como especie dominante.
La pregunta, o mejor dicho, la certeza es saber dónde está la línea roja que separa el afán de superación de la simple locura, de separar los buenos propósitos del egoísmo puro y duro que envilece y saca lo peor de nuestra especie, incluso contra nosotros mismos.
Cuando triunfa la soberbia y se impone la falta de respeto por un exceso de confianza, estás retando peligrosamente al destino. Sí tus cartas son malas y la suerte no te acompaña, pero sigues adelante por más señales de aviso que recibas, estás perdido.
En lo personal, lo cierto es que nunca he realizado ningún deporte relacionado con el mundo de la montaña ni mucho menos con el alpinismo, pero por una extraña razón que nunca he logrado entender, siempre ha sido una actividad que me ha producido gran curiosidad y atracción.

El ser humano es una criatura llena de contradicciones que va más allá del ser vivo que es con su propio ciclo vital.
Nos gustan la seguridad y el calor de todo aquello que conocemos, nuestra zona de confort. Pero en nuestro interior, a muchos de nosotros nos pica la curiosidad y la adrenalina del riesgo. Y sí uno mismo no se lanza, terminamos por “delegar” en otros estos retos con observación, admiración y crítica.
Nos reconforta mirarnos en nuestros semejantes, tanto para los triunfos como para los fracasos. Somos seres que vivimos en grupo y nuestro éxito como especie, ha sido la necesidad que hemos tenido de apoyarnos los unos con los otros para sobrevivir e incluso para traicionarnos.
Nuestra conciencia de pertenecer al género humano, nos permite mantener una cierta conectividad muy especial.
Disfrutamos y gozamos con el éxito de otros, con los que nos identificamos. Pero también nos crecemos y nos ponemos exquisitos como censores y profetas a tiro hecho cuando las cosas no marchan tan bien.
Observamos, aplaudimos y criticamos constantemente en lugar de vencer la pereza de entrar en acción.
Cuando en 1969 vimos a Neil Amstrong pisar la superficie lunar a miles de kilómetros de distancia desde la comodidad de nuestro sofá, también una pequeña parte de nosotros estaba allí.
Cuando en 1972 Paquito Fernández Ochoa triunfó inesperadamente en Sapporo, su gran éxito era también un poquito nuestro.
Cuando Ángel Nieto era el dueño de aquellos circuitos de los años 70 y 80, también íbamos subidos en el carenado de su motocicleta jugando con “nuestros” rivales.
Y así con muchísimos ejemplos.
Pero cuando llega el fracaso o no se cumplen las expectativas, somos los peores mentores y preferimos mantener una prudencial distancia.
Con la enorme ventaja de la perspectiva que te da el tiempo transcurrido desde aquellos ya lejanos días de mayo de 1996, lo cierto es que no puedo dejar de mantener mi admiración por aquellos expedicionarios y la curiosidad de conocer sus distintas motivaciones que les llevaron hasta allí.
Prefiero pensar y centrarme en lo positivo: esa pasión que consigue que cada uno de nosotros seamos seres diferentes haciendo precisamente lo que hacemos por el simple hecho de hacerlo. Puede ser escalando ochomiles, cocinando nuestros propios platos o sencillamente cuidando periquitos. Esta es mi principal conclusión.
Cuando veo a mi alrededor que muchos desperdician gran parte de sus vidas carentes de metas propias y sin pasiones que les motiven, estando exclusivamente centrados en la servidumbre hacia los demás, siento verdadera lástima.
Como tampoco, para bien o para mal, dejo nunca de sorprenderme como las personas podemos ser seres tan extraordinarios como ordinarios y mezquinos.
Debe ser que todo forma parte de la denominada “naturaleza humana.”
Everest 1996: la tormenta perfecta.
