Hace escasos días se ha estrenado la esperada y última temporada de la aclamada serie de ficción (o no tanto, depende por donde se mire) de «JUEGO DE TRONOS», tras una larga espera y gran expectación de muchos meses.
Una franca lucha sin cuartel por el poder, donde todo está permitido, es la base de su éxito. Es decir, todo un clásico. Eso y unos buenos guiones, unas creíbles historias y una soberbia puesta en escena por parte de un gran elenco de directores y de buenos actores. La gran diferencia con nuestro tiempo es que allí el aparentar, el quedar bien y el ser políticamente correcto no es necesario. Simplemente es.
Crueldad, asesinatos, sexo, corrupción, ambición, traición, celos, venganza, envidia, sadismo… todo es válido y habitual allí, y sacude nuestras conciencias timoratas desde la comodidad de nuestro trono en forma de exclusivo y mullido sofá.
Ahora, en nuestros tiempos, nos va más la marcha al estilo más propio de «HOUSE OF CARDS», donde la eliminación física de la otra parte está mal vista, y, además, mancha los suelos. Preferimos más la higiene visual y el buen olor del engaño, del chantaje y la humillación que el filo de la espada, los cuerpos sin cabeza y la sangre a malsava.
No obstante, en uno caso como en el otro, no existe la piedad.
Discutiendo y comentando con buenos amigos el contenido del primer capítulo de la nueva temporada de la serie basada en el best-seller de George R. R. Martin, «CANCIÓN DE HIELO Y FUEGO», me sorprendió, y mucho, que a uno de ellos no le gustaba nada.
Tras esta inesperada afirmación, el tiempo se detuvo un instante entre el resto de los presentes, yo el primero. No importaba ya ni el día de perros de este Viernes Santo pasado, ni las inminentes elecciones, ni otro asunto, por muy sesudo o interesante que fuera.
Ya se sabe que el factor sorpresa es un golpe de efecto brutal cuando alguien nada a contracorriente y llega sin ser visto.
Y sin poder reaccionar aún de ese profundo trompazo, llegó la puntilla más certera, esa réplica cuya fuerza supera a la del seísmo principal. Es uno de esos momentos donde la afamada Ley de Murphy se pone especialmente chula: todo lo malo puede ir a peor.
– A mí lo que realmente me gusta y nos te tiene enganchados en casa, son las telenovelas turcas.
Así, tal cual, sin vacilaciones y sin vaselina, hasta el fondo.
No teniendo más opción que aceptar su punto de vista y sus gustos más bien chonis, entre otra cosas porque muchos de allí no teníamos ni pajotera idea de que existían tales telenovelas, la existencia de tal aseveración nos traslada a la realidad de una sociedad realmente multicolor en la que todo es trasladable, y, a la vez, respetable.
Un mundo amante y ferviente seguidor de la telebasura, del mundillo del corazón, muy cotilla y en gran medida morboso. Y también numeroso.
Y todos, pensemos lo que pensemos y vengamos de donde vengamos, a partir de los dieciocho años, tenemos derecho a un voto paritario, lo cual dicho así, suena hasta mal, pero no deja de ser un hecho incuestionable.
Así, de esta forma, los políticos en plena campaña manejan los diferentes nichos de electores dependiendo de su perfil, especialmente los de caladero fácil y numeroso, porque al final tiene el mismo valor el voto de un doctor en ciencias políticas que el de un ama de casa que vota a un candidato por guapo. O viceversa, si nos referimos a una doctora y a un amo de casa. Porque al final «tanto monta como monta tanto»

La política se ha vuelto como el café: hay para todos los gustos.
Ahora las opciones para tomar son de todo tipo, gama, sabor y color. Tenemos las versiones clásicas: puras y fuertes, pero mejor presentadas. Luego pasamos a otras opciones similares, pero más descafeinadas y más actuales. También está la oferta de esas variedades regionales, con texturas radicales y rompedoras. E incluso podemos ahora disfrutar de ediciones especiales, que siendo una verdadera incógnita, intentan sorprendernos, especialmente a todos aquellos que están hartos de tragar siempre lo mismo y les gusta probar cosas nuevas, porque nada les termina por convencer del todo.
Nuestra democracia se basa en la simpleza del voto único, y es ahí, donde van a hincarse las garras de los mercaderes de sueños y de todas esas promesas que, a sabiendas, no se pueden cumplir.
Nos intentan vender su mercancía como la fruta más hermosa y saludable de todos los puestos del mercado, esa que entra por los ojos, bien limpia y mejor encerada, pero que, si la probamos, no sabe a nada. Pero ni esa ni la otra del puesto de al lado.
Dicen todo aquello que queremos escuchar porque juegan con nuestros deseos, necesidades y miedos humanos, y si no los hay, los crean y viven de ellos.
Ya lo decía en gran cómico y satírico Groucho Marx:
– La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.
Porque lo veas o no, tal como le ocurre a mis buenos amigos, ellos siguen prefiriendo la sencillez de un buen y tórrido romance de unos sujetos otomanos, a la grandiosidad de una serie basada en un trabajo concienzudo y bien hecho durante años. Como en la política misma o en el café nuestro de cada día.
