«No hay amistades, parentescos, calidades, ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia».
Quien dice estas palabras no es otro que Miguel de Cervantes, quien bien padeció el alcance de la envidia en sus carnes y en su espíritu.
A su regreso del cautiverio del Argel, tullido, envejecido y pobre, se topó con el ídolo del momento, el llamado «Fénix de los Ingenios», Lope de Vega, que más joven, era el rey de los corrales de comedia. Lo intentó en esa disciplina, pero lo suyo era otro género literario: la novela.
Por contra, se ha sospechado siempre que el famoso dramaturgo y sempiterno galán (vamos, un ligón calenturiento de la época) fue el impulsor del llamado «Quijote de Avellaneda» como intento de fastidiar a Cervantes su obra magna, si bien, como suele ocurrir en bastantes ocasiones, la envidia y la mala fe lograron todo el efecto contrario: forzó al Manco de Lepanto a ponerse las pilas y a escribir la segunda parte de esa excelsa obra de todos los tiempos.
Pecado este de la envidia que estuvo fastidiando y motivando a los dos en pos de la fama y del favor del público de la época, siendo claro ganador, en su siglo, el autor de Fuenteovejuna.
La envidia, un pecado muy español.
Ya en aquellos tiempos Quevedo (que fue un envidioso y difamador contra Góngora) ya comentaba que «la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come.»
Borges afirmaba que «los españoles siempre están pensando en la envidia. Para decir que algo es bueno dicen que es envidiable«
Y Cela, por otro lado, dejó constancia que «el español arde en el fuego de la envidia como el anglosajón se quema en la hoguera de la hipocresía y el francés se consume en la llama de la avaricia»
El Bosco, ese «Rare Avis» de la pintura flamenca primitiva que tanto fascinó a Felipe II, muestra la falta de la envidia en su famosa y moralizante Tabla de los Siete Pecados Capitales. Durante la exposición en el Museo del Prado en Madrid durante 2016, no pude dejar de observar y de experimentar (por partida doble) la inquietante imagen del maestro flamenco sobre nuestro considerado principal pecado capital.
De nuestro longevo y extenso pasado árabe, seguramente sea la envidia, junto con los celos, uno de los principales legados recibidos, de tal modo que forma parte de nuestro ADN nacional. Sentimiento este más fuerte cuanto más al sur nos encontremos de nuestra piel de toro, por una sencilla razón de una mayor exposición y calado.
El pecado de la envidia siempre ha viajado con nosotros desde que el hombre toma conciencia de lo que es, quiere y desea. Forma parte de nuestra naturaleza humana y ha sido el origen de muchas desgracias y desdichas de todo tipo, tanto para el envidioso como para el envidiado y, en no pocas ocasiones, para ambos.

Porque en España, se tiene envidia de todo lo imaginable, hasta de lo que uno debe.
El envidioso no es consciente de su falta, pues las penas que le acarrean la envidia son culpa de otros. Piensa tanto en la permanente injusticia hacia su persona como en la fortuna en forma de suerte inmerecida de la que disfrutan otros, los envidiados.
Este pecado le paraliza y le atenaza y poco a poco va envenenando su opinión sobre la realidad hasta deformarla. La envidia es cautelosa y corroe el interior del envidioso lentamente como la carcoma hace con la madera y el óxido con el hierro.
Cuando un amigo de siempre te deja de tratar y de hablar, sin otro motivo que excusas peregrinas, el pecado de la envidia está detrás. El éxito profesional o personal no es bien tolerado por el envidioso. Cuando triunfas ocurren dos cosas: aparecen los aduladores y los envidiosos, siendo frecuente la unión de ambos.
La ENVIDIA es un pecado de cercanía: se ceba contra el hermano, el compañero de trabajo, el amigo, el vecino… porque está siempre cerca del envidioso recordándole su propia desgracia, a menudo sin darse ni cuenta y sin poder evitarlo.
Pecado de proximidad, oculto e insospechado.
Extracto de la publicación del Premio Planeta Juan Eslava Galán en El Mundo el 5/8/2017, sobre un hecho acaecido durante la Guerra Civil Española:
«Un señor acomodado reconoce entre los milicianos que lo custodian a un camarero de su casino al que daba generosas propinas.
Estoy salvado – le confía a otro compañero de cautiverio – aquel miliciano me conoce y me estará agradecido.
El mandamás de la caterva decide fusilar a unos cuantos y para sorpresa de los prisioneros, el supuesto miliciano agradecido designa el primero a su benefactor.
El que recibió su confidencia murmura para sí: menos mal que yo no tengo quien me odie porque nunca le he hecho un favor a nadie”.
Con el tiempo, el español ha desarrollado el antídoto perfecto para frenar la envidia: inventar mentiras piadosas para quitarse de en medio.
Así, Agustín de Foxá, noble, escritor, diplomático y franquista, en perfecto estado de salud, feliz y contento, difundió que estaba enfermo con tal de que no lo envidiaran más de la cuenta. Esta es la flaca alegría del envidioso.
En España, somos expertos en la queja perenne, y aunque nos vaya bien, sacamos el vicio de quejarnos de todo. No sea que nos pidan alguna cosa. O lo que es peor: QUE NOS COJAN TIÑA.
Y como afirma el Sr. Eslava, «La envidia es un pecado de lo más práctico porque lleva incorporada la penitencia: cuanto más envidias, más sufres.»
LA ENVIDIA, NUESTRO PECADO CAPITAL.
