El paso de nuestra existencia es el resultado de esa sucesión continua de fotogramas que se repiten diariamente durante todas las semanas, mes a mes y año tras año. Es lo que llamamos finalmente rutina.
Siendo realmente aburrida y monótona, nos sirve de punto de apoyo para quemar etapas en nuestro devenir por este mundo, e incluso, cuando nos falta, la echamos de menos.
Sentimiento y sensación cada vez más fuertes cuando hace bastante tiempo que, como es mi caso, ya le hemos dado la vuelta al jamón de nuestra vida o simplemente porque nuestra bolsa de chuches, a modo de bonus, se va vaciando.
Sin embargo, en ocasiones, algunos acontecimientos, por inesperados y bruscos, nos sacan de nuestro letargo y nos dan una buena patada para sacarnos de nuestra zona de confort y nos obligan a hacer un alto en el camino. Nos ponemos entonces en modo «rincón de pensar».
Y esta semana ha habido uno de esos momentos, en forma de un acontecimiento luctuoso: el fallecimiento de una gran persona y buen amigo de la época del instituto, Tomás Noblejas Martín.
Lo cierto es que desde aquella dorada época del Fray Ignacio Barrachina, no habíamos vuelto a coincidir porque las bifurcaciones de la vida nos había llevado por caminos separados. Sin embargo, la noticia de su triste fallecimiento, me ha permitido recordar aquella fenomenal etapa, cuando en el curso de segundo de BUP, compartíamos pupitre con pupitre y nos hicimos grandes amigos y colegas.
Y es ahora, en estos momentos, cuando realmente nos damos cuenta de la importancia que han tenido algunas personas en nuestra vida, por muy fugaz que haya sido su tránsito y escasos los versos que han escrito de nosotros. Y Tomás fue una de ellas.
Fue mi gran punto de apoyo tras el annus horribilis del curso anterior, quizá el peor de toda mi vida. A modo de tormenta perfecta, todos los elementos se unieron y coincidieron en mi contra: el brutal paso de la EGB al BUP, el inicio del siempre difícil paso a la adolescencia, una larga y penosa enfermedad que me llevó de un hospital a otro y un inesperado fracaso escolar (supongo que como consecuencia de todo ello) cuando siempre había sido un brillante estudiante.
Hundido, perdido y sin referencias claras, con Tomás a mi lado, logré encontrar el equilibrio que necesitaba, y de alguna forma, recuperar el tiempo perdido a marchas forzadas, con esa fuerza que únicamente el vigor de la juventud te da.
Ese punto de rebeldía que todo joven necesita, subido de paquete en su ruidosa moto y perpetrando alguna pequeña gamberrada y fechoría en clase, como en aquella ocasión que la liamos con el granizado de limón en la parte alta del antiguo instituto, con el curso prácticamente finalizado. O durante aquella gran velada y fiesta de fin de curso, al más clásico estilo ochentero.
Recuerdos de hace casi 40 años (¡Dios, como pasa el tiempo!) y que he recuperado por su triste óbito.
No conozco a su familia, ni realmente a que se dedicaba, ni que fue de él durante su paso por esta vida, ni tengo constancia de sus aficiones y querencias, ni sabía de su enfermedad… pero sí que me he dado cuenta de que mantengo vivo el recuerdo de un buen tipo con el que pasé muy buenos momentos y que, seguramente sin ser consciente, me echó un buen cable cuando más lo precisaba. Es lo que siempre hacen las buenas personas por el simple hecho de serlo.
Quizá debamos aprender de una vez para siempre como nuestra relación con el tiempo va cambiando con el pasar de los años. Diferenciar y separar lo verdaderamente importante de lo intrascendente. Valorar a las personas y los momentos en el día a día, alejando de nosotros la envidia, la maledicencia y el rencor que nos envenena lenta pero inexorablemente.
Tras unos momentos de aflicción y de profundo pesar, de nuevo la rutina de nuestras vidas nos empujará al mismo y absurdo camino de siempre, ese que no lleva a ningún lado. Pero al menos, amigo Tomás, siempre guardaré de ti un entrañable y gran recuerdo. D. E. P. allá donde estés.

La nostalgia…un abrazo